¡Maravilloso! Simplemente
extraordinario la forma en la que esas hermosas bailarinas realizaban complejos
movimientos sobre sus zapatillas. Saltos, piruetas, combinaciones de pies casi
imposibles, magníficas escenas en pareja…¡Y todo al compás de un ritmo clásico!
No
parecía que sintieran dolor. Siempre tenían una hermosa sonrisa; complemento
perfecto para sus hermosos vestidos. Algunos más extravagantes que otros, pero
simplemente bellos.
Fue todo un espectáculo ¡Un deleite! Mis ojos se llenaban de lágrimas. No quería que acabase, pero ya
era el momento de la escena final. El escenario se llenó de rosas, lágrimas de
agradecimiento, reverencias por parte de los bailarines y una oleada de
aplausos. Me detuve ante tal momento y pensé: ¿cómo puedo ser como ellos?
Ante las numerosas
peticiones realizadas a mis padres finalmente accedieron a matricularme en una
escuela de ballet. Mis piernas temblaban. Casi no podía respirar de la emoción ¡Mi primera clase! Miré a mi alrededor y contemplé gente de todas las edades.
Mi
tensión aumentaba por segundos. Llegué a un espacio lleno de medallas, trofeos,
diplomas, fotografías y menciones de honor. Allí, la directora de aquella
escuela estaba esperándome. Al verme tocó mi hombro sin decir palabra y me
llevó al aula donde se encontraban los alumnos más avanzados.
Mis ojos brillaban ¡Quería ser como ellos! Sus movimientos eran perfectos. Sin embargo, al
terminar la clase la directora pidió que cada alumno se descalzara. Tal petición
me extrañó, pero la directora insistió en que prestara mucha atención ante lo
que estaba por venir:
Ampollas, callos, uñas
rotas, dedos ensangrentados, arcos llenos de dolor…Pies lastimados e hinchados.
La directora se acercó
y me dijo: Los pies soportan todo el peso del
cuerpo. Ellos se encargan de coordinar los movimientos, el equilibrio y la
maniobrabilidad. Por ello, detrás de un hermoso acto hay unos pies cansados,
llenos de esfuerzo y sacrificio. Detrás de cada movimiento complejo hay cien
repeticiones de los movimientos y posiciones básicas que componen esta danza.
Detrás de lo bello que las personas pueden ver hay lágrimas, sudor e ilusiones
que alguna vez quisieron caer. Allí es donde está la verdadera belleza.
Maravillada
ante tales palabras pude entender todo el esfuerzo que requería el acercarme
cada vez más a la excelencia. Estas son las cicatrices que me harían recordar
que la cima es la recompensa de un camino pedregoso, lleno de obstáculos,
desánimo, pérdidas y dolor.
Cicatrices
que nos recuerdan lo débiles que somos y cuán fuertes podemos llegar a ser; que
nos ayudan a darnos cuenta quiénes estarán a nuestro lado a pesar de las
circunstancias; que nos permitirán ayudar a aquellos que se encuentren en
nuestra misma situación y que nos hacen valorar cada vez más las cosas. Esas
cicatrices que nos permiten madurar, crecer y realizar algo bello, así como el alfarero
o el carpintero.
No
intentes evitarlas. Allí siempre estarán.
“No intentes enterrar el dolor:
se extenderá a través de la tierra, bajo tus pies; se filtrará en el agua que
hayas de beber y te envenenará la sangre. Las heridas se cierran, pero siempre
quedan cicatrices más o menos visibles que volverán a molestar cuando cambie el
tiempo, recordándote en la piel su existencia, y con ella el golpe que las
originó. Y el recuerdo del golpe afectará a decisiones futuras, creará miedos
inútiles y tristezas arrastradas, y tú crecerás como una criatura apagada y
cobarde.
¿Para qué intentar huir y dejar atrás la ciudad donde caíste? ¿Por la
vana esperanza de que en otro lugar, en un clima más benigno, ya no te dolerán
las cicatrices y beberás un agua más limpia? A tu alrededor se alzarán las
mismas ruinas de tu vida, porque allá donde vayas llevarás a la ciudad contigo.
No hay tierra nueva ni mar nuevo, la vida que has malogrado malograda queda en
cualquier parte del mundo”.
Lucía Etxebarria
Daniela Verenzuela
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